martes, 11 de septiembre de 2007

Monocracia

Para decir que España, Francia, Reino Unido, Alemania o Italia son democracias, hay que ser un necio o un hipócrita. Lo que significa que la mayoría de los europeos son necios o hipócritas, o ambas cosas a la vez. Es un diagnóstico muy duro y muy preocupante, pero inevitable.
Por otra parte, no debería sorprendernos demasiado: los propios Evangelios, entre otros referentes de sabiduría y piedad, identifican a los malos con los ricos (el camello y el ojo de la aguja, la parábola de Epulón y Lázaro, etc.). Y lo que vale para los individuos vale, mutatis mutandis, para los países: en la batalla global que actualmente está librando la humanidad contra sí misma, los malos, en todos los frentes (económico, político, ecológico, bélico), son los países ricos.
Y para que un país sea malo, no sólo tienen que serlo sus gobernantes: necesitan la complicidad activa o pasiva de gran parte de la población. Lo cual, en las supuestas democracias occidentales, significa que los gobiernos necesitan la complicidad de la mayoría de los votantes. Lo tenemos muy claro cuando hablamos de la Alemania de Hitler y nos escandalizamos del amplio apoyo popular que tuvo el nazismo, pero en el caso de Estados Unidos y sus aliados europeos tendemos a mostrarnos más indulgentes.
En el caso concreto de la «España democrática», las pruebas que demuestran que no es ni lo uno ni lo otro son tan abundantes que harían falta varias páginas sólo para enumerarlas. Y además son cada vez más difíciles de ocultar -tan difíciles de ocultar como las bases de Rota y Torrejón o las actividades criminales de la CIA en los aeropuertos españoles-. Cada vez más personas tienen evidencias directas de la brutalidad institucional y de la impunidad con que los funcionarios pueden maltratar o incluso matar a personas indefensas.
Millones de telespectadores han visto a un heroico defensor de nuestras fronteras patear a un inmigrante caído en el suelo tras intentar saltar la verja de la vergüenza, o a un antidisturbios abriéndole la cabeza a una estudiante que estaba hablando por teléfono, o a unos mossos d'escuadra apaleando a un hombre y a una mujer esposados. Millones de personas han visto, en un largometraje exhibido en las salas comerciales (el documental «La pelota vasca», de Julio Medem), a una mujer que denunciaba (sin que nadie la desmintiera posteriormente) haber sido sometida durante cinco días a torturas y vejaciones sexuales en un cuartel de la Guardia Civil. Millones de personas han visto condenar a Iñaki de Juana a tres años de cárcel por un par de artículos de opinión...
Y esto significa, volviendo al diagnóstico inicial, que cada vez es más difícil echarle la culpa del criptofascismo actual a la mera necedad (que etimológicamente es sinónimo de ignorancia: ne scio), y que hay que llegar a la conclusión de que vivimos en un país de fariseos que, con tal de salvaguardar sus mezquinos privilegios, están dispuestos a aceptar las justificaciones más grotescas para las injusticias más flagrantes.
Un fascista es un burgués asustado, y el poder se encarga, agitando sin cesar el espantajo del «terrorismo», de que el miedo no decaiga. El año pasado hubo en el Estado español más de setecientas denuncias por torturas, y en las comisarías y cuartelillos (por no hablar de las cárceles) murieron más detenidos que mujeres a manos de sus parejas; sin embargo, todo el mundo habla de la violencia de género, pero nadie de la violencia de clase. Todo el mundo habla del «terrorismo islámico» y el «terrorismo de ETA», pero nadie habla del terrorismo de Estado, el único terrorismo que, con el diccionario en la mano, merece realmente ese nombre.
Y nadie habla tampoco de la monarquía impuesta por Franco, y los que se atreven a hacerlo, aunque se limiten a decir verdades irrefutables y a exponer datos ampliamente documentados, corren el riesgo de ser condenados por «injurias a la Corona».
En la «España democrática» (las comillas indican el uso irónico de ambos términos) se puede decir, por supuesto, que alguien que se enriquece desmedidamente al acceder a un cargo público es sospechoso de corrupción, y que un potentado que se divierte matando osos es un ser despreciable, y millones de personas suscribirían ambas afirmaciones; pero si resulta que algún Borbón pudiera estar relacionado con alguno de estos supuestos, no está permitido sacar las conclusiones lógicas de las anteriores premisas y exponerlas públicamente (Arnaldo Otegi está en la cárcel por un «delito silogístico» de este tipo).
Y es que la cohabitación de monarquía y democracia no sólo no es compatible con una mínima coherencia política, sino ni siquiera con la lógica más elemental; su híbrido contra natura, su síncope aberrante, es la monocracia: el gobierno de los monos, la irracionalidad al poder en el planeta de los simios.

x Carlo Frabetti

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