martes, 9 de octubre de 2007

Crónica del acto público realizado por el Colectivo de Ciudad Lineal por la Tercera República: “Monarquía vs. Libertad de expresión”


El Colectivo de Ciudad Lineal por la Tercera República, ofreció ayer un acto público para denunciar el incumplimiento del artículo número 20 de la Constitución Española de 1978. Este artículo, es el que vendría a garantizar la libertad de expresión, y como ocurre con la práctica totalidad de las partes “buenas” de la Carta Magna de 1978, se trata de una mentira, es decir, el Estado lo incumple cada vez que le apetece, en detrimento de los derechos de la ciudadanía. Lo mismo ocurre con otros derechos, como el del acceso a una vivienda digna, o el derecho a un puesto de trabajo.

El recorte de libertades vivido especialmente en los últimos años con la ilegalización de organizaciones políticas, cierre de periódicos y editoriales, secuestro de revistas, encarcelamiento de periodistas y dirigentes de organizaciones sociales y políticas, censuras en los medios de comunicación, tienen el objetivo de mantener el estado de las cosas tal y como está, de preservar los intereses de los poderosos y proteger sus instituciones y representantes.

De esta manera estamos asistiendo a una ola represiva contra todo aquel que exprese una opinión alejada del pensamiento único que han tratado de imponer durante años, la supuesta libertad de expresión no existe cuando las opiniones no son de apoyo al sistema, su constitución y su rey. La libertad de expresión no existe cuando se desenmascaran la falta de democracia, de libertades públicas, del enriquecimiento de unos a costa del empobrecimiento de otros, no existe cuando las críticas se centran en la figura que representa estas situaciones, la máxima autoridad del estado, el Rey.

El sonado tema del secuestro de la revista “El jueves” (que sale los miércoles y secuestran los viernes), las declaraciones de Iñaki Anasagasti en las que tildaba a la familia real de “panda de vagos”, los artículos en la revista británica “The Times” en los que se calificaba de “playboy” y “derrochador” al monarca, al tiempo que señalaba el creciente aumento del rechazo social a dicha institución y a su insultante modo de vida. La quema de fotografías en Girona tras una marcha contra la visita del Rey a la ciudad y las consecuencias que ha traído para algunos jóvenes militantes que están siendo identificados y llamados a declarar.

A esto hay que sumarle los procesos abiertos por la Audiencia nacional contra los humoristas del periódico vasco Deia en el que caricaturizaban al Borbón en sus frecuentes cacerías de osos en estado de embriaguez.También hay que mencionar el proceso abierto contra un militante republicano en Madrid por cambiar una bandera de los nacionales por la tricolor en un edificio público al paso de una manifestación. Sin olvidarnos de las trabas puestas por la Junta Municipal de este distrito a nuestro colectivo para la realización de un acto republicano en la calle el pasado verano y que impidieron la realización de dicho acto.

Son algunos ejemplos de hasta donde está permitida la libertad de expresión y la manifestación de ideas. El Colectivo de C. Lineal por la III República manifiesta su compromiso en la defensa de las libertades públicas, la democracia real, y los derechos sociales y políticos y reitera su vocación de lucha contra un sistema que los niega.

En el acto contó con la intervención del periodista Javier Ortiz, quien a su pesar, no pudo hacerlo en persona, al encontrarse bloqueado en un aeropuerto de las Islas Canarias. No obstante, remitió una interesantísima ponencia elaborada para la ocasión, un texto profundamente pedagógico y esclarecedor, que fue leído en su nombre y que se adjunta bajo estas líneas.

Asimismo, intervino también el escritor republicano y colaborador de Kaos en la Red, Jaume d’Urgell, quien a su vez pronunció un breve discurso sobre la importancia de la libertad de expresión para la defensa de la democracia y los valores del republicanismo, un texto de corte más teórico e ideológico, en el que defendía la relación entre lo arbitrario y los intereses del capital.

Tras la exposición de ambas ponencias, se abrió un debate entre los participantes, cuyo primer turno de palabra inauguró Eduardo Cabrera Arroyo, el joven militante de la Unión de Juventudes Comunistas de España que hace un año y medio fue objeto de agresión por parte de un grupo miembros de la unidad de intervención policial (antidisturbios), pertenecientes al Cuerpo Nacional de Policía, mientras se manifestaba pacíficamente junto a su hermana Naiara y otra militante, en contra de la visita oficial del ciudadano Felipe Borbón y la ciudadana Leticia Ortiz a diversas poblaciones del sur de Madrid. Eduardo relató los hechos tal y como los vivió antes, durante y después de ser objeto de tortura por parte de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Una exposición estremecedora y un ejemplo de valentía y coherencia militante.

Al evento acudieron aproximadamente 75 personas, que llenaron por completo la sala de la Asociación de Vecinos del barrio de Quintana, en el número 132 de la calle Elfo, cercana a las estaciones de metro Quintana y El Carmen.

A destacar el buen ambiente en el que se desarrolló el acto, junto con la nutrida presencia de ciudadanos, militantes y no militantes, cercanos a todo tipo de organizaciones políticas, sindicales, antifascistas y anticapitalistas, fiel reflejo del pluralismo y el sincero interés de las bases en unir esfuerzos para avanzar hacia la superación de un marco constitucional fraudulento, que cada vez más personas consideran agotado, sin sectarismos, con verdadero espíritu frentepopulista.

Entre los asistentes que intervinieron en el turno de palabra, cabría destacar al poeta Gabriel Villanueva, quien además de proporcionarnos su opinión, y lanzar preguntas, obsequió a la concurrencia con la declamación de unos versos dedicados a recordar la dignidad humana de las trabajadoras inmigrantes.

En resumen: un nuevo paso del movimiento republicano, cercano, obrero, participativo y de barrio, para trabajar en pro de la defensa de los ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Un paso más en la dirección correcta. Otra buena aportación del Colectivo de Ciudad Lineal por la Tercera República, a la causa común de los que creen que otro mundo –distinto y mejor–, no solo es posible, sino que además resulta inevitable.

La República en los medios de comunicación

Ponencia leída en nombre de Javier Ortiz, durante el acto público del lunes, 8 de octubre de 2007, organizado por el Colectivo de Ciudad Lineal por la Tercera República.

El título de esta intervención admite dos interpretaciones, ambas deliberadas.

Puede referirse a cómo tratan los medios de comunicación más poderosos la experiencia de la II República Española. Y también a cómo afrontan la disyuntiva Monarquía-República en el momento presente.

Las actitudes ante la II República son diversas. Los hay que se refieren a ella con relativo respeto, aunque casi siempre sin comprometerse demasiado. Pero también los hay que, particularmente en los últimos años, han ido martilleando una idea particularmente repulsiva: la de que la sublevación militar del 18 de Julio de 1936 fue el resultado inevitable de los errores y crímenes cometidos por el bando republicano.Frente al saludable principio según el cual los problemas de la democracia se resuelven con más democracia, estos medios inoculan la especie de que, en determinadas condiciones críticas, los baños de sangre y las dictaduras se vuelven desagradablemente necesarios.Lo que no cabe tomar como una mera reflexión sobre una determinada coyuntura histórica, sino como un postulado de aplicación general, en el espacio y en el tiempo.

Yo no soy republicano de los de la II República Española, a la que tengo por una experiencia histórica fallida.

Dedicaré unos minutos a explicar por qué.

Se ha dicho hasta la saciedad, y aún se sigue repitiendo, que el 12 de abril de 1931 “España se acostó monárquica y se levantó republicana”.

Eso fue una frivolidad cuando se dijo por primera vez y lo continúa siendo ahora.

España no hizo nada el 12 de abril de 1931. Ni el 14. Ni nunca.

España era entonces –como ahora, pero mucho más– un conjunto social complejo, habitado por tendencias muy diversas,a menudo contradictorias y, en ocasiones, antagónicas.

En la noche posterior a las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, algunos españoles se acostaron republicanos y se levantaron en las mismas. Y otros se fueron a dormir monárquicos y amanecieron tal cual. Ojalá no hubiera sido así: otro gallo le habría cantado a la República. Pero así fue.

Es una constante histórica que los cambios de régimen se vuelven inevitables cuandolos de arriba no saben qué hacer para mantenerse y los de abajo están hartos de que se mantengan.

Es lo que sucedió en España en la primavera de 1931.

La Monarquía llevaba años dando bandazos. Alfonso XIII, que había respaldado la instauración de la dictadura de Primo de Rivera, hubo de retirarle su apoyo, a la vista del desprestigio que el general había acumulado no ya ante el pueblo, sino incluso ante sus propios compañeros de armas. La subsiguiente dictablanda del general Berenguer, que se fijó como meta en 1930 el regreso paulatino a la normalidad constitucional, no suscitó mayores entusiasmos. El fracaso de Berenguer –el nuevo fracaso de Alfonso XIII, en realidad– dio paso en febrero de 1931 al Gobierno de otro militar más, Juan Bautista Aznar, también rebotado de los desastres bélicos coloniales. Éste, tratando de aplacar el descontento general, fue quien animó al Rey a convocar las elecciones municipales de abril.

La oposición, cuya más nutrida representación política había firmado en 1930 el llamado Pacto de San Sebastián, se presentó unida a las elecciones. El bloque republicano-socialista –en el que no faltaban algunos monárquicos hartos de los dislates del Borbón– venció en la mayoría de las capitales de provincia. Ante esta situación, el monarca, no sin antes tantear el estado de ánimo de las Capitanías Generales y comprobar que el Ejército ya no le respaldaba, tomó la única decisión realmente sensata de su vida: irse de España.

El gobierno provisional de la República, presidido por Niceto Alcalá Zamora y compuesto por republicanos de izquierda, radicales, socialistas, un nacionalista catalán y un galleguista, convocó elecciones a Cortes Constituyentes. Éstas, celebradas el 14 de julio, refrendaron el respaldo popular a las fuerzas integrantes del gobierno provisional. Bajo su dirección se redactó la Constitución de la II República Española, que se atenía a los parámetros políticos al uso en las democracias occidentales. Su intento de reducir el poder de la Iglesia Católica provocó la dimisión de Alcalá Zamora y Maura y el acceso a la Presidencia de Manuel Azaña, que trazó un plan básico de transformación modernizadora de España: reforma del Ejército, reforma agraria, aprobación del Estatut catalán, instauración de la enseñanza laica, reconocimiento del derecho al divorcio...

Pero ahí llegamos al meollo del asunto. El proyecto de Azaña habría tenido sin duda mejor fortuna si la España de entonces no hubiera sido... la España de entonces. En particular, si el poder político central hubiera estado arropado por una burguesía moderna, más amplia y mucho más asentada, que hubiera reducido el margen de acción política del Ejército y de la Iglesia y dado paso a un planteamiento federalizante del Estado. Con ese proyecto en ciernes, probablemente se habrían atemperado las expectativas revolucionarias de los socialistas más radicales –de cuya escisión se iría nutriendo rápidamente el Partido Comunista– y de los anarquistas, fuertemente enraizados en el muy activo movimiento sindical.

Falto de la necesaria base social, el proyecto democrático-burgués de Azaña, que ni siquiera llegó a ponerse realmente en práctica en muchos de sus puntos fundamentales, se vio cogido, casi indefenso, en el centro del fuego cruzado de las fuerzas ultrarreaccionarias y las de la izquierda revolucionaria.

Una utopía es, etimológicamente, un no lugar. El sueño de una República democrática no tuvo en la España de los años 30 un lugar en el que asentarse, germinar y florecer. Fue, literalmente hablando, una utopía.

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He empezado mi intervención con esta referencia histórica a nuestra fallida Segunda República paraprecisar que mi republicanismo no se alimenta de la nostalgia de lo que se pretendió en España en aquellos años, por muy vitalistas y apasionantes que fueran (que lo fueron).Aquella experiencia no sólo resultó frustrada, sino también frustrante.

La España de 1931 no estaba preparada ni para asentar una República burguesa ni para abrir paso a una República socialista. A mí, por lo menos, aquella República no me vale como modelo, salvo en lo que se refiere al ejemplo aportado por no pocos comportamientos individuales y colectivos, algunos generosos y altruistas, otros también, además, sugestivos e inteligentes.

A decir verdad, a estas alturas del siglo XXI, más que republicano me considero antimonárquico. Porque proclamarse republicano reclama una definición en positivo, y hay muy diversos tipos de República, algunos de los cuales me gustan más bien poco, mientras que ser antimonárquico resulta mucho más unívoco, sobre todo cuando el antimonarquismo se refiere a la monarquía realmente existente, o sea, a la de Juan Carlos de Borbón.

Lo que nos conduce a la España de hoy.

En España, en general, y en los medios de comunicación, en particular, lo más frecuente es toparse con republicanos de retórica, de barra de bar, que en la práctica ejercen de monárquicos de conveniencia.

La razón última de esta realidad hay que buscarla en los pactos implícitos en los que se basó la llamada Transición. Es decir, en los acuerdos que alcanzaron en 1976 los albaceas testamentarios del franquismo y los principales partidos de la oposición democrática para proceder a una voladura controlada de la dictadura, o sea, a una reforma sin ruptura con el régimen de Franco.

No voy a entrar hoy aquí a juzgar ni la astucia ni la moralidad de ese acuerdo, cosa que ya he hecho con amplitud en otras ocasiones. Me limitaré a señalar que un punto clave que lo caracterizó fue la elevación a los altares de Juan Carlos de Borbón, al que los unos decidieron hacer como que veneraban, por ser el sucesor designado por Franco, y ante el que los otros acabaron por inclinarse a la vista de que aceptaba legalizarlos e incluso, llegado el caso, dejarles gobernar. Se instauró así una especie de pacto de silencio: hagamos como que todo es estupendo, del rey para abajo, para que toda la porquería que hemos metido a medias debajo de la alfombra no nos ponga en evidencia.

Los propietarios y directivos de los principales medios de comunicación de la época se avinieron gustosos a esa ficción, no ya por supuesto patriotismo, sino porque ellos mismos tenían también bastante que ocultar. ¿Cuántos no habían colaborado con el régimen franquista? Incluso el periódico más nuevo, moderno y progresista de la época tenía a su frente a un empresario que se había enriquecido proporcionando libros de texto al Ministerio de Educación de la dictadura y a un periodista que había sido responsable de la radiotelevisión franquista. Como para andar removiendo el pasado.

Quizá el ejemplo más acabado de la gran farsa, del régimen de hipocresía que se instauró con la Transición, sea la actitud que los grandes medios de comunicación y el grueso de la clase política han mantenido desde entonces hacia el rey.

En privado todo el mundo recuerda quién lo designó heredero, quién estaba al lado de Franco en la Plaza de Oriente el 1 de octubre de 1975, cuando el dictador reunió a sus fieles para festejar la ejecución de cinco antifascistas, de qué extraño modo se ha seguido en este país la línea dinástica o quién encumbró a Alfonso Armada al punto desde el que pudo permitirse encabezar la intentona del 23-F, por poner sólo algunos ejemplos. Todo eso y más se sabe, y se comenta en privado. Pero en público, cuando los más renombrados periodistas y los más encumbrados políticos españoles hablan del rey, sólo hay espacio para el ditirambo, inevitablemente sazonado de adjetivos ante los que el propio Kim Il-sung habría empalidecido de envidia.

Hasta hace cosa de nada, los grandes medios de la prensa española han mantenido la más sumisa de las actitudes frente a la Monarquía. Y el más férreo de los silencios ante sus desmanes de todo tipo, incluyendo los económicos.

Algunos creen tener noticia de una excepción. Hablan de cuando El Mundo se permitió tirar de las orejas a Juan Carlos de Borbón porque se había ausentado de España inopinadamente y no había manera de que firmara el decreto de nombramiento de Javier Solana como ministro de Exteriores, en sustitución del entonces recién fallecido Francisco Fernández Ordóñez. El rey tenía que refrendar con su firma esa sustitución de un ambicioso por otro, pero no había manera, porque no se sabía ni siquiera dónde estaba. El Mundo denunció esa situación y se armó un gran escándalo. «¡Qué valentía!», dijeron algunos. Qué valentía ni qué narices. La dirección de El Mundo se limitó a atender una petición expresa formulada por gente muy prominente de la Casa Real, que había llegado a la conclusión de que era necesario llamar públicamente al orden al rey, que se estaba pasando demasiado con sus aventuras y no atendía ni a sus obligaciones más elementales. Y no me refiero a las conyugales. De modo que incluso aquel acto de aparente crítica al rey fue, en realidad, un apoyo a la institución, aunque pareciera lo contrario.

Quienes hemos ocupado cargos de responsabilidad en medios de comunicación influyentes sabemos hasta qué punto funciona no ya la autocensura, sino incluso la censura pura y dura, cuando se trata de hablar de la Monarquía española. (Y preciso que hablo de la española, porque la prensa de este país nunca se ha cortado ni un pelo a la hora de referirse a otras monarquías, especialmente la británica.)

Las llamadas telefónicas procedentes de la Zarzuela –unas para encomiar, otras para mostrar su malestar por esto o por lo otro– son el pan nuestro de cada día.

Siempre recordaré lo perplejo que me dejó que la Casa Real mostrara a El Mundo su profundo malestar por un chiste de Ricardo y Nacho en el que se veía al príncipe Felipe diciéndole a su padre: «Tengo que darte una noticia buena y otra mala». «¿Cuál es la buena?», le preguntaba su progenitor. «Que me caso», respondía el hijo. «¿Y la mala?». «Que es con Alberto de Mónaco», respondía el Borbón junior.La indignación de los jefes de la Casa Real fue de aúpa, para sorpresa de los autores del chiste, que sólo habían pretendido gastar una broma y no tenían la menor conciencia de haber apuntado a ninguna diana.

Yo mismo tuve ocasión de apreciar cuán proclives son al nerviosismo en una ocasión en la que me referí a las evaluaciones que algunos medios internacionales especializados hacen de la fortuna del rey de España y a lo difícil que le sería a nuestro monarca acumular el dinero que se le atribuye si sus ingresos fueran los que le asignan los Presupuestos del Estado, y nada más. Recibí una llamada inmediata de la jefa de Prensa de la Casa Real para decirme, en los términos más amables y educados del mundo, que me metiera la lengua en el culo.

Sin embargo, me parece evidente que algo está cambiando en los últimos tiempos. Lo he reflejado ya en algún escrito. Para mí que la adicción a la Monarquía de la ciudadanía española, incluso la más oportunista, es cada vez más limitada. Son muchos los jóvenes, en especial, que no le ven la gracia a eso de tener reyes (salvo los que juegan al mus, claro). El rey está cada vez más sopas y más ininteligible… Lo de su presunto sucesor y la otra Ortiz, que incluso hacen ofrenda de su hija a una virgen, como si estuviéramos cualquiera sabe en qué siglo remoto… Los líos matrimoniales de las unas y los negocios descarados de los otros… El espectáculo general, que muchos medios han renunciado ya a ocultar (por lo menos del todo), están produciendo un movimiento de creciente desafección, que viene a sintonizar con lo que antes decía: no es que sean especialmente republicanos; es que se están volviendo cada vez más desafectos a la Monarquía.

Los propios medios de comunicación parecen haber captado esa evolución de la opinión pública. Lo que explica el escaso entusiasmo que han puesto en la condena de la célebre caricatura de El Jueves o en el circo montado por la quema de una foto de los reyes en Girona. He leído hoy que el juez de la Audiencia Nacional encargado del caso ha preferido no imponer ninguna medida cautelar al mozo al que han acusado del terrible delito de quemar una hoja de papel. Hace unos años lo habrían crucificado. O sea, que para mí que vamos avanzando algo. O quizá habría que decir que vamos retrocediendo por el camino mal andado.

La clave está en la evolución de la opinión pública. Si persiste en la actual tendencia y la amplía, los medios la seguirán, porque no es verdad que carezcan de principios: la prensa se somete incondicionalmente al principio de vender.

Ya he dicho que yo, más que republicano –porque afirmado así, en general, no sé muy bien qué es eso–, me considero antimonárquico. Recuerdo que un célebre comunista asiático decía que «para construir, hay que empezar por destruir».

Estoy de acuerdo, por lo menos en este caso. Hagamos lo posible por poner fin a la vergüenza de los Borbones. Luego ya veremos.

No me entusiasma la perspectiva de tener un presidente de la República del PSOE o del PP.

Pero los problemas hay que ir afrontándolos según se van presentando.

Y gracias por haberme prestado atención.



Monarquía vs. Libertad de expresión

Ponencia de Jaume d’Urgell para el acto público del lunes, 8 de octubre de 2007, organizado por el Colectivo de Ciudad Lineal por la Tercera República.

El cuestionamiento de la ilegitimidad de quienes usurpan la autoridad de los poderes públicos mediante procedimientos antidemocráticos, es un debate intemporal, que en mayor o menor medida, se encuentra detrás del alumbramiento de todos los procesos revolucionarios que han tenido lugar a través de la Historia.

Para que dicho cuestionamiento pueda encauzarse por vías pacíficas, es imprescindible que se respete la libertad de expresión, que no se prohíban las ideas; es necesario que se consienta su difusión y que se actúe contra el embrutecimiento masivo que hace que las semillas de la ilustración caigan en tierras yermas.

Desde el principio de los tiempos, el efecto combinado de los ciclos macroeconómicos y ciertos estilos de gobierno, forzaban al Pueblo a la revolución contra la injusticia, cada vez que ésta se hacía insostenible. La causa y el efecto del sentimiento de impotencia... aquello del “no hay derecho”… la espita de la Libertad.

La Historia demuestra que no hace falta ningún Pericles, Voltaire, Montesquieu, Rousseau, Marx, Engels, Nin, Moore, Bakunin, Lenin, Kropotkin, Unamuno, Campoamor, Allende, Negri o Anguita para que el Pueblo se dé cuenta de la necesidad de librarse del yugo de los embusteros, ladrones, brujos, dictadores, monarcas y demás escoria parásita.

A lo largo de la Historia, la revolución mediante la fuerza bruta, fue el último recurso de la ciudadanía frente a la pretensión esclavizadora de todo tipo de opresores. La violencia como autodefensa era la única salida para los millones de camaradas que nos precedieron en nuestra lucha contra el capital. El capital, un conjunto de intereses, amorfo y cambiante, que sin embargo encontramos detrás de la esencia de lo injusto: vivir a costa de los demás, llevado al límite.

La violencia era la consecuencia lógica ante la negación de los derechos políticos del hombre, particularmente, la represión de toda forma de libertad, el sometimiento a lo inexplicable, a lo acientífico, someter porque sí, contra lógica y razón.

Durante siglos estuvo prohibido tener y sostener toda opinión que supusiera un cuestionamiento del poder establecido. De hecho, la prohibición de las ideas peligrosas, su persecución, destrucción, confusión, embrutecimiento, distracción y criminalización sigue vigente en nuestros días, a través de procedimientos cada vez más diversos: unas veces sofisticados y otras veces más bruscos. El porqué es bien sencillo: lo arbitrario necesita del engaño y el uso o la amenaza con el uso de la fuerza para subsistir.

A falta de derechos políticos, cuando la opresión se hacía insostenible, el Pueblo solía estallar en revolución, porque la lucha contra la opresión es inexorable. Someter al Pueblo es como detener el mar... pobres de aquellos que confiaron en la perpetuidad de las aguas templadas, cuan estúpidos los que quisieron dominar la Naturaleza con juegos de luces, puentes y paredes... la experiencia demuestra que el mar, al igual que la ciudadanía, siempre termina por desbordar los límites de cualquier artificio que se le imponga.

Más allá de la revolución embrutecida, con el tiempo alcanzamos la Ilustración… en gran medida, gracias a los medios técnicos que hicieron posible acumular y generalizar el alcance del pensamiento; gracias –en primer lugar– a la imprenta y –más tarde– a las telecomunicaciones, la razón ha encontrado el cauce para perseguir la victoria final: la revolución de las ideas.

La propagación de la idea escrita fue la causa principal de que el Género Humano tomara conciencia de si mismo. Una toma de conciencia que, unida a la necesidad de romper las cadenas del sometimiento a lo arbitrario, provocó la asimilación de un determinado conjunto de valores y por él, la necesidad de un cambio de base, que más pronto que tarde terminará por abrir las grandes alamedas por donde pasará el hombre libre.

Frente a nosotros se encuentran los intereses de quienes se empeñan en poseer los frutos del trabajo ajeno, los que pretenden poseer riquezas que ni siquiera pueden abarcar, los que ven normal tener de más, cuando todavía hay quien no tiene ni lo indispensable. Ellos, los capitalistas y su brazo armado, son los mismos en cualquier época: cambian unos nombres por otros, unos mitos por otros, unos tabúes por otros, unas mentiras por otras, pero al final son los mismos de siempre: los capitalistas son los beneficiarios de lo arbitrario.

Nosotros, los que sabemos que la tierra no es de nadie y que sus frutos son de todos, somos los que siempre hemos mantenido vivo el espíritu de la participación de la ciudadanía en los asuntos de la Cosa Pública. Este concepto tiene un nombre: Democracia, y en nuestro país de países, la Democracia tiene un sinónimo: República. Algo tan simple como el reconocimiento de que todo el poder pertenece al Pueblo, en contraposición a cualquier forma opuesta al interés de la comunidad, particularmente, en contraposición a la monarquía.

República, que no es solo el cambio de una palabra, ni la inclusión de un color más. La fuerza de la República descansa en un conjunto de valores, en la solidez argumental de la plena Libertad, el compromiso con Igualdad, la apuesta por la Fraternidad, el respeto a la Diversidad, la asunción de la Transparencia y Austeridad en la gestión de los asuntos públicos... la limitación, separación y recíproco autocontrol entre quienes ejerzan el poder, la sujeción de todos a las mismas leyes, la efectiva participación popular en el gobierno, la revocabilidad de los mandatos…

Por eso, porque “Monarquía Parlamentaria” es un disfraz semántico de contrasentidos tales como “Dictadura Relativa” o “Tiranía Participativa”, nosotros los republicanos, abogamos por un argumento tan sencillo como inalterable: solo el Pueblo puede decidir por si mismo, ergo nadie puede hacerlo en su lugar, ninguna voluntad individual puede prevalecer sobre el interés de la comunidad, no es legítimo que unos pocos –acaso únicamente uno– pretendan arrogarse la tutela de los destinos, derechos, obligaciones y gestión de los intereses de todos los demás.

Saramago bautizó nuestra época como la Era de la Mentira, y no le falta razón… si acaso, me atrevería a extender el alcance temporal de su afirmación: basta echar un vistazo a la Historia, para darnos cuenta de que cualquier época podría tener tal nombre.

Lo arbitrario requiere de fuerza y engaño a partes iguales, y parte del engaño radica en la prohibición de lo cierto, aunque sea evidente. Por eso, la institución injusta por antonomasia, la defensa de los intereses particulares del monarca, requiere silenciar la razón crítica. Su Majestad necesita combinar el factor disuasorio de su carácter armado, con el encarcelamiento de los dibujos, las fotografías y las palabras, para conservar sus ilegítimos privilegios.

Lo vergonzoso es que el partido socialista se avenga a este engaño masivo, ellos, que dicen representar los intereses de la clase obrera, se avienen a escenificar esta obra vieja, compartiendo escenario con el partido franquista… Ahí tenemos al primer ministro de Su Majestad, sacándole las castañas del fuego al becario del dictador, tildándonos de grupúsculos radicales, a nosotros, los que pretendemos cosas tan absurdas, como que la jefatura del Estado sea un cargo público; cosas como abundar en la separación de poderes; defendemos excentricidades como que se deje de pagar los sueldos de miles de catequistas con cargo al Erario Público… ¿Qué tendrá de malo afirmar que “quien quiera un cura, que se lo pague”? Defendemos que el gobierno no designe a sus propios fiscales; defendemos la renuncia a la guerra como instrumento de política nacional (e internacional); defendemos el poder de la palabra y las urnas, para resolver cualquier asunto de interés público, incluyendo la organización territorial, la demarcación de las fronteras, el modelo de organización de la estructura y flujos económicos de la sociedad.

Hoy más que nunca, debemos luchar por mantener intacta nuestra libertad de expresión, sea cual sea la forma que le demos. Silenciarnos es el mejor camino para mantener nuestra sumisión al interés

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